EL REGRESO A KHRASNITSA
Intro
Pisa recio con su bota pesada y percudida. Bajo una lluvia de sulfuro que cubre la ciudad cuya luz se apagó hace ya varios años por la Gran Guerra. Entre el hedor infame a queroseno y gasóleo quemando golpea Yádeyey a la puerta cuatro veces, con la punta limosa de los cien días, haciendo comparsa a la patéticamente ya familiar sinfonía bélica de cañones y misiles contra las ciudades, más o menos, cercanas. Como perro callejero, tal cual ya vive, el mozuelo rubio sacude su cabellera larga y espesa y mojada, de jerga vieja, contra los muros nefastos de una pocilga apenas tapizada con su piel propia, cemento.
Sus cuatro Krûzhoy, camaradas, sentados junto a sus armas y latas oxidadas, ya sin carne de desprecie, le miran con gozo. Su anfitrión temporal, el igualmente huérfano Ksádialey Östilya, se incorpora de su quizá no muy cómoda posición sobre un sofá roído. Nabos, poro, sal, carne «a la Rottenstein», patatas y 4 rocas de caramelo; del nabo, sí, se adelantó a concluir tallándose Yádeyey de sus ojos ambarinos el polvo de hollín.
– No es la imagen familiar más gallarda ni la que debieran remembrar las generaciones. Mas nosotros, y esos nabos, es todo lo que nos queda; ya la patria, casi tampoco – Gimotea, con cristalina lágrima en sus ojos carmín, Yúgaley, el menor de todos – qué será de nuestra Oqlênda o de tu Zheria, quisiéramos no saberlo.
Ksïgalei, hermano de Yúgaley, no acostumbrado a oírle tan franco levantó la mirada, observó a todos. Sólo tragó aire. La nostalgia devora al ambiente hogareño. Los víveres en el suelo de roca vil. El frío entrante que no logra opacar la pesadumbre da paso a los recuerdos, las memorias.
Hacía tiempo que todos dejaron sus hogares, el calor de familia alrededor de un almuerzo caliente y el can esperando por las sobras. Ahora viven de asilo en asilo. Con un ex minero de 27 años con el pelo ennmegrecido por el carbón y la pólvora. Su voz ronca aparenta esconder mil historias de cuando laboró en Dłařeyey y Efitsa.
– Durante el otoño de una década atrás –recordaba Yádeyey– aún no había noción sobre una realidad negada a nosotros: la guerra y la ambición de Wilhell por apoderarse de lo nuestro; – sollozos se apoderaron de Yádeyey al comenzar – era el ocaso para nos, un grupo de niños, viajábamos por las regiones occidentales, junto al río Uraldoye, tan caudaloso como gélido, y nivoso como embrutecedor. Frente a los ojos míos se abrió el altiplano con sus villas diminutas, hastiadas con chozas y trigales y, a lo lejos, las cumbres limítrofes del norte. Allende las nevadas cimas, las coníferas y los empinados riscos, yacía Yéstgrod, la floreciente capital.
Otro bombardeo estremece los muros, Yúgaley se asoma a la ventana, al tiempo que las anécdotas de Yádeyey continúan los cazas sueltan bombas en la ciudad contigua. La tierra retumba y todos se cubren sus oídos; la Fuerza Aérea comenzó el ataque sobre su ciudad, Prokoritsa, una vez adornada con plazas de adoquín y gárgolas de cantera, fue de las primeras en ser fundada y hoy apenas puede surtir agua a sus cada vez menos habitantes. El gas escasea, entonces se turnan horas para recolectar leña y ocote.
Cabizbajos recuerdan los 6 presentes la vida que solían tener…
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