EL REGRESO A KHRASNITSA
I. EL PASO DE ÛKLER
Llegado al punto más alto y frente a todos los mozuelos alzábase la Efigie de la Sempiterna Unión (tres guerreros que alzan la espada, el hacha y el martillo) representación in memoriam de una batalla ocurrida siglos atrás. Era Yádeyey el más pequeño del grupo, Yádeyey Yejrútia, mira con atención el desgastado cuarzo con que las armas talladas fueron. Con tan sólo ocho años, las piernas en el monumento son más grandes que él.
Aparta el pequeño Yádeyey, Liadil como le nombraron de cariño, sus ojos de la pétrea alegoría para observar el lejano valle que se abre en la lejanía y se une con el horizonte al crepúsculo. Sus párpados a ratos sollozantes se arrugan ante la luz azafrán en el firmamento, mismo que le responde con tierna brisa otoñal. Los rizos color trigal se alzan al compás del viento.
Por detrás, otros trece mozos descansan sobre rocas y tocones bajo tutela del mayor en el conjunto, un adolescente de apenas catorce años, quien lleva por nombre el de Bêtsqla, sus cabellos rubios son idénticos a los que tiene Yádeyey, hermanos por gloria de la Fortuna mas no de la sangre. Es aquél encargado de cuidar a sus Krûzhoy, tarea que desempeña con esmero y devoción en especial tratándose de sus dos hermanos.
Bajo la sombra de un olmo yace Féleyey, el risueño y siempre alegre hermano de en medio, de su padre, el general Yézhia, carga los ojos turquesados, de su madre los excesivamente lacios cabellos de cajeta–como los nombra Yádeyey– y un sentido del humor propio sólo de sí. Desde su cómoda postura sobre el césped, mientras su verde da paso al oro, arroja piñas secas de conífera a sus amigos a manera de juego.
Es el último tramo del viaje. Deben alcanzar la villa Biarezhna para acampar y la Cabaña de Urald, quien fuese guardia personal del Emperador Jördel y abriole las puertas a los sublevados durante la liberación de Yéstgrod; hace 500 años. El pueblo se mira pequeño pero jovial. Reces y borricos y lechones y ovejas lanudas por doquier; trigales, maizales, cebada y tractores oxidados por acullá; granjeros, arrieros y unos de otros oficios más por allá. Un poblado tranquilo.
Apenas a ronco grito ordenaba el general Yézhia empacar mochilas cuando surcan el cielo, en formación Eskadra Ödralia, es decir en grupos de a 15, treinta aviones caza más quince bombarderos hipersónicos, vuelan rumbo al Valle de Yéstgrod, a tomar parte en combates aéreos. Piensa para sí el viejo militar las opciones. Un súbito cambio en la orden toma por sorpresa a todos, ¡id a la caverna deprisa!, grita el general. Bêtsqla, su hijo y subalterno, se vuelve hacía su padre con desasosiego, siente un concomitante temor en su cuerpo, un miedo a la muerte que puede flotar sobre su cabeza.
Pocos minutos les toma poner las pertenencias dentro de las mochilas y emprender la marcha. Frente a sus rostros se extienden las grutas de Ûkler, un pasaje subterráneo de cavernas y ríos que conectan al Distrito Yéstgrod con Elya. Un par de años atrás Bêtsqla recorrió el pasadizo. Está preocupado, no desea decepcionar a su padre quien le confió la misión del regreso. Saca de su atiborrada mochila un frasco de vidrio con un aceite rojo en su interior, en el remoja un madero que será su antorcha.
Uno atrás del otro internanse en la caverna. Los ecos de pisadas y algunos animales cortan el silencio cada que sus calzas de tipo caliga rompen los charcos hechos por los afluentes que corren de lado a otro del sistema cavernario o cuando Bêtsqla da alguna orden al grupo en el cual los niños no comprenden el por qué se hallan ahí. Se les oculta mucho la verdad, consideran para sí Bêtsqla y Féleyey.
Los dos hermanos se susurran si sobrevivirá alguno a la guerra. Quizá se niegue en la prensa oficial pero gracias a espiar los reportes de Yézhia, más algunas noticias underground que se filtran a través de medios alternos o panfletos se sabe los reales resultados en el frente; la toma del territorio insular y la capitulación de ciudades pequeñas. Bêtsqla es el más reacio a mantener el voto de silencio, no estuvo de acuerdo ni al inicio.
― No creo que esto sea la forma – susurra Bêtsqla – no se puede tapar el Sol con un dedo y no somos estúpidos; la inflación de los víveres, que ahora hasta hacemos cacería en la fábrica abandonada…¡hasta potages de imitación con almidón de olmos viejos! – evitando gritar – ¡Vamos, Felia, esto va mal y mal terminará si hasta el Senado en Yèstgrod sigue su política de avestruz!
Muerde Féleyey sus labios, sabe que su hermano dice más de una verdad en cada increpación. Es hasta obviable que ni los niños se creerán los cuentos de hadas del general Yézhia, del inútil Senado o de cualquier medio farol que grazna la historia oficial. Agacha la cabeza a una roca de cuarzo turquesado, lo recoge con desasosiego y la coloca en el bolsillo izquierdo. La marcha debe seguir. Esta vez literalmente a obscuras ― piensa para sí Féleyey.
Atrás de ellos van a paso inseguro el grupo y, como fuera de sí, el viejo Yézhia tecleando decenas de mensajes en su comunicador, quizá a los cuarteles de Elya. Yádeyey sigue con su vista las figuras que se proyectan como sombras entre las rocas que se alejan en pasajes de aquel laberinto. Se anima con juegos de sombras la travesía. Liadil usa la luz que porta su hermano para reflejar figuras de animales en las paredes. La distracción aleja a ratos el agotamiento hasta que el calor creciente succiona la energía de los jóvenes.
Bêtsqla considera que es momento de levantar campamento y proseguir en la mañana. Aguarda a que sea el lugar correcto, lo que busca es el río principal, mismo que indicará su localización dentro del sistema Ûkler; aunque su destino es distante ya recorrieron la sección más peligrosa, la de laberinto y donde se pierde con facilidad.
El río nace de los manantiales boreales, en un lago al pie de una montaña y sus cascadas de tundra. Un sistema hídrico con una cuenca en la Ciudad del Dragón. El buen narrador Féleyey conocía al dedillo la historia; se dice que en el sitio donde se encuentra la moderna Ciudad del Dragón ocurrió la creación del mundo:
― La ciudad ― exclamó Féleyey ― era morada del dios externo Låkdal, lugar de hielo perpetuo donde nada crecía hasta que una noche a la caverna llegó un anciano y su perro. La caverna era el único paso al lago Udradh, cuyas aguas son tan puras que sacian el hambre eternamente. Låkdal se negó. Amaneció frente al acceso un huevo ardiente que Låkdal devoró. Del huevo nació Salamandra cuya carne de fuego carcomía al dios exterior del hielo perpetuo, ese que emanaba un frío tan intenso que tenía condenada a la vida; hasta que de su cuerpo destazado nació el Dragón del Origen, mientras de Udradh nacieron ríos y mares. La vida había comenzado.
Bêtsqla desciende hasta el río con un gran perol en su antebrazo. Recoge agua y unas rocas de imán que yacen en el lecho. Las grutas cuentan con numerosos tiros utilizados como reservas de agua potable, ellos proporcionan el aire que respiran y, confía Bêtsqla, permitirán encender las fogatas para calentar comida. Regresa después al río asiendo una pequeña adarga. Tres, cuatro y cinco hondas al río de bajo caudal. Sube, y ahora, con 6 pescados en el pocillo.
Los niños toman la cena con rutinaria pasividad, juegan al mimetismo, otros fingen saber el juego y sus secretas reglas de silencio. Yàdeyey no se encuentra entre estos últimos, algo hiede en el horizonte y cuando la luz arrugue sus pestañas de los niños, no será nada igual.